No sé cuando es de noche, de día… ni siquiera tengo idea de qué hora es. Me limito a caminar hasta caer exhausto. Luego despierto, me levanto y sigo caminando.
No tengo hambre, no tengo ninguna necesidad. Es como si sólo pudiera caminar.
El otro día mientras caminaba intenté cantar, crear algún sonido. No sirvió de nada. No recuerdo ninguna canción, ningún sonido, nada…
Sin embargo fue curioso. Me puse a pensar en todo lo que he estado haciendo. Y dejé de caminar, miré hacia atrás y se me ocurrió que si caminaba hacia atrás, si volvía sobre mis pasos, quizás encontraría por donde entré, porque estoy aquí, quizás incluso podría entender qué es este sitio.
Así que dejé de caminar, me giré y empecé a caminar de vuelta.
¿Sabes que ocurrió?
Después de lo que creo que son meses, en ese lugar blanco, frio y solitario. Empezó a llover…
No recordaba qué era eso. Mi primera impresión era que el techo empezaba a derretirse, que quizás estuviese en un bloque de hielo y que empezaba a derretirse. Pero tronó, miré al cielo blanco que parecía no tener relación con la lluvia. Pero era cierto. Llovía y hasta con intensidad.
Lo que más me maravilló no es que al girar empezara a llover, no es que la lluvia saliese de la nada. No… nada de eso. Lo que más me maravilló fue que de repente, de mis labios saliese una canción, que me enseñó hace años mi abuelo…
Cómo siempre… mi abuelo estaba en los momentos en que sonreía.
“lluvia fría que llegas a mí
Lluvia mía que me haces feliz
No pares vida mía, no pares de volar
que mi alma como mi sonrisa contigo quieren bailar
Lluvia mía, lluvia que invoca las meigas
Lluvia bonita que pareces eterna
Baila conmigo, baila nereida.”
